domingo, setiembre 17, 2006

La visita esperada (Cuento propio)

Un cuadro cayó pesadamente produciendo un sonido sordo. Un perro aulló en la lejanía y el sonido del lloriqueo de un niño se apaciguó casi instantáneamente. La sala en donde Glenda esperaba se convirtió en un espacio vacío en su hogar, un lugar que, a pesar de estar adornado fastuosamente, en realidad, no expresa sino una amarga sensación de soledad.
Poco a poco, los muebles y los adornos empezaban a opacarse, incluso los pensamientos que rondaban por la cabeza de Glenda se volvían casi ininteligibles, como si ella ya no fuese quien se dominase a sí misma.
Glenda no se inmutó, no reaccionaba a nada de lo que ocurría a su alrededor, se encontraba en una especie de trance o de pensamiento casi profundo que le producía una sensación de ausencia.
Casi cinco horas atrás, todo había empezado. Aquellas miradas burlonas y gestos curiosos y prejuiciosos; aquellas punzantes palabras. Ellos no saben cómo soy en realidad, no lo saben, y nunca lo sabrán, porque ya no soy lo que era. El silencio se volvió ensordecedor.
Siguió esperando, muy pronto llegaría aquella persona que, tal vez, entendería sus razones por las cuales había decidido acabar con todo. Las cosas no pasan como uno quiere.
Glenda observó el cuadro que había caído hace algún tiempo atrás, era uno de aquellos que no expresan algo especial, que al parecer son únicos, pero en realidad se parecen a tantos otros por su inexpresión. Se incorporó parsimoniosamente de donde se encontraba sentada, buscó con la mirada la última edición de una revista musical que había incluido, en una de sus respetables páginas, un artículo sobre un controvertido grupo musical. Lo asió y, ya en sus manos, empezó a hojearlo una vez más.
“La muerte, dogma de una legión” leyó como título en una de las páginas. Aunque ese título lo había visto varias veces, fue la primera vez, después de tanto tiempo, que le interesó leer el artículo completo. No lo pensó mucho, ni siquiera se dio cuenta que ya lo estaba leyendo.
Con cada oración que leía, su rostro se tornaba decepcionado. El artículo hablaba sobre un grupo de black metal que le cantaba, como muchos otros, a la muerte y al romance; cosas que ella ya había experimentado antes, y que, además, conocía muy bien el porqué de aquella oscuridad y frialdad que caracterizaba a grupos como tales.
Glenda dejó la revista a su lado y soltó un largo y hondo suspiro, su angustia e impaciencia acrecentaba con cada minuto que pasaba. Aquella persona no llegaba.
Qué haría mientras esperaba, ¿seguir pensando en nada? Tal vez debería preparar todo para que, cuando llegase esa persona, todo ocurriese más rápido y así ya no tendría que esperar mucho tiempo más. Pero aún Glenda no se encontraba segura de cómo iría a ocurrir. Las cosas no pasan como uno quiere.
Su madre le había dicho alguna vez que su futuro era incierto y que nadie podría estar seguro de que ella llegaría a hacer algo trascendental en la familia. Una familia conservadora y muy apegada a pensamientos comunes, a todo aquello que consideraban “normal”. Su padre no opinaba. Sus hermanos sólo la miraban con lástima. Sus amigos –sus supuestos amigos– no evitaban soltar un comentario al verla. Al parecer todo el mundo se había puesto de acuerdo para derribarla, sólo por haber querido ser alguien diferente.
Había un vaso que se exhibía en medio de una mesa, estaba lleno de un líquido anaranjado, y tentaba a los ojos de Glenda. Ella lo había preparado después de haber recibido una llamada de aquella persona, había pensado que sería una solución rápida para cuando llegara ella. Además alguien le había dicho que era adecuado para situaciones desesperadas.
Volvió a incorporarse y cogió el vaso; el líquido osciló en el recipiente y estuvo a punto de derramarse parte del contenido al suelo. Había decido probar algo, no quería ser descortés con aquella persona al mostrarle el vaso casi vacío, pero tenía sed y se encontraba impaciente.
Tomó un pequeño sorbo y sintió un ligero amargor en su boca que se expandió hacia su garganta. Glenda carraspeó y volvió a probar otro sorbo más, hasta que dejó el vaso vacío. Hizo un gesto de molestia, ella se molestaría.
Dejó el vaso en la mesa, seguiría esperando, eso era lo único que tenía que hacer, esperar. Se recostó porque empezaba a sentirse cansada, tal vez de la espera, tal vez de las mismas cosas todos los días y de los mismos gestos de lástima y burla.
Cuando empezaba a cerrar los ojos, ella se iba acercando a Glenda, con una sonrisa tenebrosa en sus labios y con los ojos desorbitados por el placer. Entonces Glenda sintió una pesadez en su cuerpo, sintió la presencia de aquella persona que le tomaba de las manos, diciéndole en susurros que la siguiera.
Al día siguiente, su madre la encontró recostada en el sillón, Glenda tenía una sonrisa victoriosa. La madre al ver aquel vaso que todavía contenía unas gotas de aquel líquido naranja, se dio cuenta de que Glenda estaba muerta.

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